EL SÁBADO ENSEÑARÉ…
RESEÑA
Textos clave: Juan 3:18–21.
Cristo es la única Fuente de vida. Si deseamos la vida eterna, debemos aferrarnos solo a él. Ni siquiera los ángeles leales al Cielo pueden darnos vida, pues su existencia deriva de Dios. No solo no pueden dar vida, sino además el mayor de los ángeles caídos, Satanás, es la antítesis del Dador de la vida. Satanás es el astuto mercader de la muerte, cuya obsesión es robarnos la vida que Jesús nos proporciona. Jesús expone la agenda destructiva de Satanás en contraste con su propia misión salvífica cuando declara: “El ladrón no viene sino a hurtar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).
El Diablo, el gran engañador, seduce a la humanidad para que elija el pecado en lugar de la justicia ofrecida por Cristo; luego exige insensiblemente su paga: la muerte eterna de los pecadores. Pablo confirma este hecho cuando escribe en Romanos 6:23: “Porque la paga del pecado es la muerte, pero el don gratuito de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Todos los buenos dones, incluyendo la vida plena presente y la eterna, proceden de Dios. Es una parte insondable del misterio del mal que las personas, a quienes Jesús creó y para cuya salvación murió, elijan la muerte eterna y rechacen el don divino de la vida. Como veremos, los dones de la vida eterna y la salvación dominan el Evangelio de Juan más que ningún otro libro de la Escritura.
Juan es el evangelista que más frecuentemente se refiere al Hijo de Dios encarnado como el gran “Yo soy”, título que, como vimos en una lección anterior, es una designación de la Deidad. Por ejemplo, Jesús proclama en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Cuando andamos en el Camino, que es Jesús, él nos enseña su verdad que conduce a la vida eterna. Jesús es nuestro único camino hacia el eterno Dios. El Padre nunca rechazará a quien acuda a él sinceramente arrepentido.
COMENTARIO
Como acabamos de decir, Dios es el único que posee la vida. Por lo tanto, él es el único que puede darla. Ningún ángel o ser creado puede hacerlo; solo la Fuente de la vida. Esta noción se remonta a Deuteronomio 30:20, donde Dios exhorta a su pueblo por medio de Moisés en los siguientes términos: “Ama al Señor tu Dios, atiende su voz y únete a él. Porque él es tu vida y la prolongación de tus días”. Dios nos exhorta aquí en los términos más enérgicos a aferrarnos a él para vivir, pues fuera de esa relación divino-humana solo hay miseria y muerte.
Esta idea nos ayuda a comprender otra dimensión de Juan 10:10, citado anteriormente pero digno de ser citado nuevamente en este contexto: “El ladrón no viene sino a hurtar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Aquí vemos que la única alternativa a la miseria y la muerte producidas por Satanás es la vida abundante y eterna ofrecida por Cristo.
Sin embargo, algunos sostienen engañosamente que no había verdadera necesidad de que Cristo viniera a este mundo. Pero ¿quién sino él podía borrar nuestros pecados y revestirnos con el manto de la justicia de Dios? ¿Quién más podría habernos dado vida en lugar de la muerte? Solo Cristo, quien puede otorgar justificación plena y vida. Él luchó valientemente contra nuestros dos enemigos más mortales, el pecado y la muerte, y los venció a ambos. Su victoria se convierte en nuestra cuando realmente creemos en él. Por lo tanto, podemos confiar en Jesús cuando promete: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: Que todo el que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo lo resucite en el último día” (Juan 6:40).
Las palabras de vida eterna
Tras el glorioso milagro de la alimentación de los cinco mil, Jesús llamó la atención de quienes consumieron el pan material hacia él mismo, el Pan de vida (Juan 6:35). Él deseaba que fueran más allá de su necesidad de pan físico, que solo les garantizaba el sustento temporal, a su necesidad de alimentarse de él para experimentar la vida eterna. Estaba en su mano alimentar a una multitud de hambrientos, pero la misión divina de Jesús era ofrecer la vida eterna y la ciudadanía en el glorioso Reino de Dios a quienes creyeran en él. Nuestro primer y mayor objetivo es buscar su Reino, y todo lo demás que necesitemos será provisto (ver Mat. 6:33). Porque si poseemos todas las cosas pero no tenemos a Jesús, estamos perdidos. Por el contrario, si nos alimentamos de las palabras vivificantes de Cristo, aunque no poseamos todo lo que deseamos en esta vida, somos verdaderos vencedores.
El salmista nos asegura: “El Señor es mi Pastor, nada me faltará” (Sal. 23:1). En otras palabras, cuando tenemos al Señor como prioridad, él hace provisión para nuestras necesidades. El Señor sabe bien qué necesitamos realmente en la vida y se complace en hacer lo correcto por nosotros. Pero su prioridad es que tengamos una relación salvífica con él. Elena G. de White hace esta profunda declaración acerca de la necesidad espiritual de alimentarnos del Pan de vida: “Comer la carne y beber la sangre de Cristo es recibirlo como Salvador personal. […] Lo que el alimento es para el cuerpo, Cristo debe serlo para el alma. El alimento no puede beneficiarnos a menos que lo comamos; a menos que llegue a ser parte de nuestro ser. Así también Cristo no tiene valor para nosotros si no lo conocemos como Salvador personal. […] Debemos alimentarnos de él, recibirlo en el corazón, de tal manera que su vida llegue a ser nuestra vida. Su amor y su gracia deben ser asimilados” (El Deseado de todas las gentes, p. 353).
Además, las palabras de Cristo contienen en sí mismas su vida, representan su persona y su carácter. Al recibir hoy las palabras de Jesús y asimilarlas en el corazón, recibimos a Jesús mismo. Es cierto que no podemos ver a Jesús en persona hoy, a diferencia de los discípulos, pero lo contemplamos a través de sus palabras, legadas a nosotros en las Escrituras. La respuesta de Pedro a la pregunta de Cristo implica no solo que el Salvador mismo tiene vida eterna, sino además que sus palabras también la tienen (ver Juan 6:68). Inspirado por el Espíritu Santo, Pedro trató de transmitir la verdad divina de que ninguna persona, lugar o proclamación excepto la Fuente de la vida misma podría señalarnos la vida eterna.
La decisión de creer y el nuevo nacimiento
La fe no es un bien que pueda ser acaparado por unos pocos. Es evidente que la fe es un don universal de Dios para toda persona que nace en este mundo. La existencia humana comienza con la fe que nuestro Creador ha colocado en nuestro corazón y que debe ser desarrollada aceptando y creyendo en aquel que nos la dio. Esta convicción se refuerza cuando pedimos a Dios que tome el control total de nuestra vida. Juan afirma esto al decir: “Pero a cuantos lo recibieron les dio el derecho de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Juan 1:12).
En pocas palabras, la fe es un don de Dios. (Ver Rom. 4:1-8). El don divino de la fe es el vínculo divino que nos une a él. Este vínculo de fe nos recuerda que pertenecemos a él y da sentido a toda nuestra existencia.
Incluso el arrepentimiento es un don de Dios, pues es la respuesta a la obra del Espíritu Santo instándonos a que nos entreguemos a él. Muchos piensan equivocadamente que deben esperar hasta tener la fe necesaria para creer y el arrepentimiento necesario para acudir a Dios, pero estos dones gemelos ya están a nuestra disposición para que los recibamos y los apliquemos. No hay necesidad de esperar para recibirlos. Pedro y los apóstoles afirmaron esto en Hechos 5:31: “A este [Cristo], Dios lo ha exaltado a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de los pecados”. Entonces, ¿por qué tiene que esperar más el pecador? ¡Venga a Cristo con la fe que él le ha dado y reciba su regalo de arrepentimiento para empezar a vivir su nueva vida hoy mismo!
Rechazo y condenación (Juan 3:18-21)
Por desgracia, la luz y las tinieblas se confunden cada vez más en la actualidad y aumenta la ambivalencia acerca de qué es la verdad. ¿Por qué la gente está más interesada en las tinieblas que en la luz de la verdad? Jesús responde esta pregunta fundamental cuando dice: “Y esta es la condenación: La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
Los que deciden rechazar la luz en favor de las tinieblas, que resultan disipadas por la verdad de Dios, son condenados por sus propias obras malas. En su terquedad y orgullo, se niegan a humillarse y arrepentirse, rechazando la única Luz que les da alguna esperanza. No hay curación posible a menos que se dispongan a recibir la luz del poder restaurador de Cristo. ¿Por qué no renunciar a nuestras malas acciones mientras aún tenemos amplia oportunidad? ¿Por qué esperar hasta que sea demasiado tarde? La puerta del arca sigue abierta y la luz de la verdad sigue brillando. En vista de ello, ¿por qué no invitar a la luz para que disipe las tinieblas, y entrar sin vacilar en la seguridad antes de que sea demasiado tarde?
En el contexto de este debate acerca de la elección entre la luz y las tinieblas, fijemos nuestra atención en Juan 3:16. Este versículo es uno de los más importantes de toda la Escritura, pues es el evangelio concentrado. Este versículo no solo se centra en la salvación, sino también en la consecuencia negativa de perecer si no creemos. La condenación es el resultado de una elección equivocada. Jesús continúa este pensamiento en Juan 3:18 cuando afirma: “El que cree en él no es condenado. Pero el que no cree ya está condenado, porque no creyó en el nombre del único Hijo de Dios”.
Nuestro destino eterno depende de que confiemos en Cristo y en sus palabras de vida. Adán y Eva dudaron de la sabiduría de Dios, y ya sabemos cómo les fue. Hay innumerables ejemplos en las Escrituras de quienes sufrieron las consecuencias de su incredulidad. Sin embargo, Jesús, el segundo Adán, venció confiando en las palabras de su Padre acerca de la relación entre el Padre y el Hijo. Fue esta misma relación la que Satanás desafió cuando tentó a Jesús en el desierto diciéndole: “Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan” (Mat. 4:3). La réplica de Jesús en el versículo siguiente fue simplemente: “Escrito está” (Mat. 4:4), dándonos así un ejemplo de la confianza que debemos mostrar en la Palabra de Dios.
APLICACIÓN A LA VIDA
Reflexiona acerca de las siguientes preguntas y respóndelas:
1. ¿Cuál es la relación entre leer la Palabra de Dios y escucharla realmente? Contempla la siguiente afirmación y reacciona: “La palabra del Dios viviente no está solo escrita, sino también es hablada. ¿Recibimos la Biblia como el oráculo de Dios? Si nos damos cuenta de la importancia de esta Palabra, ¡con qué respeto la abriríamos, y con qué fervor escudriñaríamos sus preceptos! La lectura y la contemplación de las Escrituras serían consideradas como una audiencia con el Altísimo” (En los lugares celestiales, p. 136).
2. En Juan 14:3, Jesús dice a sus discípulos: “Vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, ustedes también estén”. ¿Cómo influye hoy en tu vida el hecho de confiar en las palabras de Jesús acerca del futuro?
3. Elena G. de White escribió: “Debemos alimentarnos de él [de Cristo], recibirlo en el corazón, de tal manera que su vida llegue a ser nuestra vida” (El Deseado de todas las gentes, p. 353). ¡Qué promesa tan asombrosa! ¿Cómo la incorporas personalmente a tu vida? ¿Cuáles son las dinámicas que hacen posible esta realidad en la vida cotidiana?