Dios había ordenado a Moisés que eligiera a setenta ancianos para que ayudaran a dirigir la inmensa multitud que salía de Egipto. Dios incluso había dotado a estos ancianos con una medida especial de su Espíritu para permitirles tomar decisiones difíciles a diario. Véase Números 11:16, 17.
Pero el hermano y la hermana de Moisés, Aarón y Miriam, se sintieron excluidos del liderazgo y comenzaron a cuestionar por qué Moisés tenía más autoridad que ellos. Además, parecían albergar resentimiento por el hecho de que Moisés se hubiera casado con Séfora, una mujer etíope (notablemente una forastera y no una de “ellos” -Números 12:1).
Dios llamó a los tres hermanos para que se presentaran ante Él y afirmó el papel de liderazgo de Moisés, denunciando las quejas que se habían presentado contra él.
Cuando Miriam estalló repentina y visiblemente con lepra, no había duda de que sus actitudes habían estado fuera de lugar. Ante las súplicas compungidas de Aarón, Moisés pidió humildemente a Dios que sanara a Miriam, lo que hizo, tras una separación de siete días del campamento.
Si queremos ver a dónde nos pueden llevar nuestro descontento e inquietud, mira la historia de Números 13. Por fin habían llegado a Canaán y Moisés envió a doce espías a explorar la tierra que iban a reclamar como propia.
Al principio, los informes que llegaban eran positivos. Era una tierra abundante, como se les había dicho. La describieron como una tierra que manaba “leche y miel”. Pero luego les llegaron informes menos esperanzadores sobre las fuertes fortificaciones y ejércitos que había allí. Los hombres que vieron eran incluso gigantes, mucho más grandes y poderosos que ellos.
El miedo se apoderó entonces de ellos, y todo el campamento se empeñó en que eran demasiado débiles para llevar a cabo la tarea. Sólo dos espías, Josué y Caleb, trataron de convencerlos de lo contrario. Pero la mentalidad de la multitud se impuso y la rebelión fue inevitable. Incluso amenazaron con apedrear a Josué y Caleb.