La constatación de que vamos a morir es una carga emocional bastante pesada, cuando nos detenemos a pensar en ello. El hecho de acercarnos al final de nuestra vida, ya sea por la edad o por recibir un diagnóstico de salud terminal, o tal vez por enterarnos de la trágica muerte de alguien cercano a nosotros, se convierten en vívidos recordatorios de nuestra existencia mortal y efímera en este atribulado planeta.
Sin la esperanza de la vida eterna, centrada en la realidad de nuestra futura resurrección, estamos verdaderamente tentados a “comer y beber, porque mañana moriremos”. (1 Corintios 15:32). Como ha afirmado un autor, “el cielo lo vale todo para nosotros, y si perdemos el cielo lo perdemos todo”. Ellen G. White, Hijos e Hijas de Dios, p. 349.
Por eso la creencia en la resurrección de Cristo toca una fibra común de esperanza con tantos que escuchan la historia. Su muerte y resurrección milagrosas, basadas en numerosos testimonios de testigos que vieron al Señor resucitado, nos dan la esperanza de que realmente hay algo más allá de esta vida actual con todo su dolor y sufrimiento.