Hay amplia evidencia de historiadores, tanto seculares como religiosos, de que Jesús vivió y murió en la cruz en el momento mencionado en la Biblia. Y también, que mucha gente afirmaba que Él había resucitado de la tumba. No tiene sentido que estos testigos de primera mano del extraordinario acontecimiento, y otros que vinieron después, arriesgaran sus vidas por algo que evidentemente no era cierto.
Existe una necesidad sincera de que la humanidad descubra por qué morimos y si hay algo después de la muerte. Uno de los descubrimientos más satisfactorios es conocer la historia de nuestra redención de la muerte a través de un humilde Predicador llamado Jesucristo, quien también era el Hijo de Dios. Él pagó nuestra pena por el pecado, abriéndonos un camino para vivir para siempre, como Dios lo planeó por primera vez en el Jardín del Edén.
La propia resurrección milagrosa de Jesús asegura la nuestra. Dios, que nos dio la vida en el principio, seguramente puede restaurarla en el tiempo señalado: “al fin de los tiempos”, como nos enseñó Jesús (Mateo 28:20).
El séptimo día, sábado, fue y siempre será un día para recordar la historia de la Creación. Y centrarnos en nuestra resurrección y recreación. La muerte para los creyentes no es más que un descanso temporal. Porque “en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última trompeta” (1 Corintios 15:52), nuestro Redentor regresará como prometió y nos llevará a estar con Él para siempre.
