No podemos negar que el pecado ha infectado nuestro planeta y que la consecuencia de ello, según se nos ha dicho, es la muerte. Esto es cierto para cada persona y criatura en la tierra desde el acto de desobediencia de Adán y Eva en el Jardín. La muerte nos llega a todos, porque todos hemos pecado (Romanos 5:12).
Eclesiastés 3:20 y Génesis 3:19 confirman que todos vamos al mismo lugar después de la muerte: de vuelta al polvo del que fuimos hechos. No hay apoyo bíblico para la noción de que nuestra alma sin cuerpo es inmortal y va inmediatamente o casi inmediatamente al cielo o al infierno después de la muerte, como sugieren la mayoría de las iglesias.
Esto no quiere decir que no habrá una resurrección, donde se nos darán cuerpos nuevos e inmortales. Jesús confirmó que esto ocurriría “en el último día” (Juan 6:40). Pablo describió más tarde que esto sería “a la última trompeta” (1 Corintios 15:52). Dijo a los tesalonicenses que los muertos en Cristo serían resucitados juntos para encontrarse con Él en el aire (1 Tesalonicenses 4:16, 17). Esto sólo podría ocurrir en la Segunda Venida de Cristo.
¿Qué es el “espíritu” que vuelve a Dios, del que habla la Biblia (Eclesiastés 12:7)? Si la muerte es la inversión de la vida, con el hombre volviendo al polvo del que fue creado, entonces debemos asumir que este espíritu es el aliento de vida que Dios insufló a Adán (Génesis 2:7). Es obvio que cuando morimos, dejamos de respirar. El Salmo 104:29 nos dice claramente que esto es lo que sucede: “Tú [Dios] les quitas el aliento, mueren y vuelven a su polvo”.
La palabra para “espíritu” puede traducirse entonces como “aliento”. Pero a veces, también se refiere a nuestro carácter, como en el Salmo 32:2, que dice: “Bienaventurado el hombre a quien el Señor no imputa iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño.” Nuestros caracteres son ciertamente guardados por Dios después de que hayamos fallecido. Quedan registrados en los libros del cielo y serán utilizados para el juicio final de nuestro mundo.
