En ningún otro lugar se ha demostrado más conmovedoramente el amor de Dios por nosotros que cuando Su Hijo voluntariamente entregó Su vida a cambio de la nuestra (Juan 15:13). No tenemos dudas de que Jesús lo hizo voluntariamente y con conocimiento (Juan 10:17-18 y Gálatas 2:20). Él sabía el sacrificio que estaba haciendo y el impacto que tendría en el mundo y, en última instancia, en el universo.
Esto golpeó a Jesús con tristeza un día mientras Él y Sus discípulos se acercaban a Jerusalén, una ciudad obstinada que le había dado la espalda a su Señor muchas veces (Mateo 23:37). Por supuesto, sabía que pronto la gente allí clamaría por su crucifixión. Y, sin embargo, el Mesías expresó dolor, no condenación, por el rechazo de ellos.
Jesús continuó su misión de servir y morir por todas las personas, a pesar del gran dolor que le causaba. La Divinidad había ordenado el plan de salvación antes de la fundación del mundo, si una emergencia como el pecado se hiciera realidad (Efesios 1:4). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo compartieron igualmente su amor hacia nosotros y el dolor por nuestro continuo retroceso.
