Dios nos ha dado hambre física y sed para mantenernos vivos. Pero también nos ha dotado de hambre y sed espirituales, que solo una relación con Él puede satisfacer. Cuando tenemos hambre y sed de Dios, nos mantenemos vivos por la eternidad.
Es por eso que Jesús, hablando a la mujer samaritana en el pozo, se llamó a sí mismo “agua viva” (Juan 4:10). Y también por qué habló a los judíos, llamándose a sí mismo “el Pan de Vida” (Juan 6:48).
Dios nos proporciona el pan de cada día y todo lo demás en nuestras vidas. El milagro del maná debería haber sido un recordatorio diario de su Proveedor, así como el agua que brotó de una roca debería haberles recordado que Jesús era la Roca, su fortaleza, refugio y protección.
La sed y el hambre espirituales solo pueden satisfacerse con el sabor del cielo a través del Hijo de Dios, Jesús. Él nos ha dado todo lo que necesitamos para la vida, tanto ahora como por la eternidad.