Note que aunque Abram y sus hijos disfrutarían de bendiciones, la verdadera promesa era que a través de ellos todas las familias de la tierra serían bendecidas. Esto sucedería en dos niveles…
Su conocimiento de Dios sería utilizado para enseñar al resto del mundo sobre el Dios al que servían. Esto los prepararía para la llegada del Mesías.
Jesús, uno de los descendientes de Abram, sería el cumplimiento completo de la promesa mesiánica. Su sacrificio en la cruz pagaría por los pecados de todas las personas, la verdadera bendición que todos necesitamos.
La venida del Redentor, Jesucristo, satisfaría todas las obligaciones del acuerdo del pacto. Debemos mirar hacia Él como la mayor de todas las promesas de Dios. Sólo a través de Cristo, tenemos la promesa de la vida eterna. Y sin la vida eterna, nuestro estado original antes del pecado, la promesa faltaría. La relación no sería tan atractiva para nosotros o para Dios si no durara para siempre.
Incluso más allá de tener vida eterna, la promesa es aún más dulce cuando se nos muestra en qué consistiría esa vida.
Volveríamos a estar con nuestros seres queridos (1 Tesalonicenses 4:16-18).
Tendríamos comunión cara a cara con nuestro Salvador (Apocalipsis 22:4, 5).
No habría más lágrimas, sufrimiento, dolor ni muerte (Isaías 25:8, Apocalipsis 21:4).
Estas son promesas que todos podemos apreciar. Los que confían en Dios pueden saber que Él cumplirá estas promesas. El amor permanente de Dios nos sostendrá mientras estemos en este planeta pecador, pero llegará un momento en el que el cumplimiento será completo. Jesús regresará, tal como lo prometió, y nuestros cuerpos eternos y perfectamente nuevos serán llamados en esa mañana de resurrección para estar para siempre con Él en la gloria (1 Corintios 15:51-53).