La mayoría de nosotros ha experimentado lo que se siente al perder a un ser querido. Imagínate cómo se debió sentir Dios cuando buscó a Adán y Eva y los llamó en el Jardín, después de que pecaran. Cómo debió de dolerle el corazón por la separación que sabía que se produciría por su insensato acto de desobediencia.
También podemos imaginar la angustia y el sentimiento de culpa que debieron de embargar los corazones de nuestros primeros padres. Deben haber sentido muchos temores por lo desconocido.
Pero Dios esbozó con ternura lo que les depararía el futuro, en un lenguaje que entonces sólo podían comprender parcialmente. Esa breve predicción mesiánica (Génesis 3:15) indicaba que había esperanza para su situación, una oportunidad para redimirse y volver a su relación anterior.
La Semilla de la mujer, que Dios implantaría allí, les ayudaría a derrotar al enemigo que les había engañado. Juntos, encontrarían la manera de reparar los errores cometidos. La “semilla del Evangelio” fue plantada en los corazones de los hijos de Dios aquel día en el Jardín.