El trabajo estaba destinado a ser una bendición para la humanidad desde el principio. Antes del pecado, Adán y Eva debían cuidar el jardín. Este útil empleo los habría bendecido de muchas maneras, a medida que se desarrollaban como seres que los convertirían cada vez más en compañeros adecuados para su Creador.
Incluso después de la entrada del pecado en el mundo, Dios declaró que la maldición de la tierra, que dificultaba la satisfacción de sus necesidades, era por “vuestro bien” (Génesis 3, 17). En otras palabras, seguirían beneficiándose del trabajo cada vez más duro de cultivar los campos que serían su sustento.
Lo ideal es que podamos encontrar carreras que nos apasionen y que proporcionen unos ingresos adecuados a nuestras familias a lo largo de nuestros años de trabajo. A menudo, esto se dificulta cuando elegimos un camino equivocado, no podemos conseguir la formación necesaria para nuestra elección o nos vemos abatidos por circunstancias o catástrofes que escapan a nuestro control.
Tras tomar la decisión de seguir a Dios, encontrar y formarnos para el trabajo de nuestra vida y empezar a formar una familia con un compañero para toda la vida, entramos en la edad de la jubilación. Unos cuarenta años de nuestra vida adulta los pasamos trabajando para mantenernos a nosotros mismos y a una familia.
Afortunadamente, para la mayoría de nosotros, estos años nos encuentran en la cima de nuestra fuerza y resistencia físicas. Sin embargo, hay otros factores que pueden hacer que nuestras familias sean lo mejor posible.
Proporcionar un ambiente cristiano en el hogar que incluya no sólo la asistencia constante a la iglesia, sino cultos familiares regulares y vigorizantes, es quizás el factor más crucial para nuestro éxito.
A los niños también les va mejor cuando se les enseña a valorar el trabajo y a practicarlo de forma adecuada a su edad. Recompensarles por su diligencia y honradez les ayudará a forjar una ética del trabajo que mejorará sus posibilidades de éxito en el futuro. También hay que valorar y planificar su educación formal, que les permitirá convertirse en fieles mayordomos de Dios.