Irónicamente, el momento en que a menudo es más difícil recordar a Dios es cuando adquirimos bendiciones materiales. Los hijos de Israel pronto recibirían muchas cosas que facilitarían su vida física. Después de todo, habrían de habitar Canaán, “la tierra de la leche y la miel”, tras años de penurias y trabajo en el desierto.
Sin embargo, hay algo engañoso en el hecho de ser rico en los bienes del mundo, o incluso en el hecho de tener un estilo de vida cómodo, que nos hace volvernos hacia dentro y atribuirnos el mérito de nuestra prosperidad. Nos engañamos a nosotros mismos creyendo que fue por nuestra propia habilidad que llegamos a ser cómodos y ricos, olvidando que fue Dios quien nos dio esa habilidad. Moisés trató de advertirles de esta tendencia humana en Deuteronomio 8:18.
El mismo Jesús mencionó “el engaño de las riquezas” en la parábola del sembrador (Marcos 4:19). Eso, y el deseo de riquezas, o incluso las preocupaciones apremiantes del mundo, tenderían a hacernos infructuosos. Dios no puede utilizar a los que no están centrados al 100% en su voluntad y en servirle. No debemos dejarnos disuadir por nada que este mundo nos ofrezca o nos niegue.
A lo largo del Deuteronomio se recuerda que fueron esclavos en Egipto. Los hebreos debían recordar esa casa de esclavitud de la que Dios, a través de Moisés, los rescató. Véase Deuteronomio 5:15, 6:12, 15:15, 16:3, 12, 24:18, 22.
Evidentemente, no sólo es importante recordar nuestros pecados pasados, sino también nuestra repugnante condición cuando aún éramos esclavos de Satanás. Puede que no siempre sea agradable contemplar esa vida anterior de esclavitud, pero ayuda a reforzar nuestro deseo de servir a Dios, el Creador, en su lugar.
Las libertades bajo el gobierno de Dios son totalmente opuestas a la libertad que Satanás pretende darnos. Pablo escribe un mensaje similar a los creyentes de Éfeso en Efesios 2:11-13. Básicamente dice que deben recordar que una vez fueron gentiles en la carne, extraños a los pactos de la promesa. Con Dios, tenían esperanza a través de la sangre de Cristo.
Todos debemos recordar el don de Dios que nos salva. No por ninguna de nuestras obras, de las que podemos estar tentados a presumir (Efesios 2:8, 9). Sólo la gracia de Dios nos ha sacado a todos de la esclavitud del pecado.