Capítulo 9 Libro Complementario Cristo, la Ley y el Evangelio Escuela Sabática – Roberto Badenas

 Cristo, la ley y el evangelio

Capitulo 9  –  Roberto Badenas

Para nuestro equilibrio espiritual todos necesitamos a la vez ley y gracia,
disciplina y amor. Es decir, normas que nos orienten en el camino que
hemos de seguir y la posibilidad de recuperar el rumbo cuando nos
extraviamos. Esta doble necesidad fue plasmada por el joven escritor Franz
Kafka de modo sumamente lúcido en su obra titulada El proceso (1925). Este
relato simbólico narra la lucha de un hombre en libertad provisional llamado
Josef K que busca hasta su último aliento eu un mundo mezquino,
injusto y corrupto, una instancia suprema, justa y noble que resuelva su
caso. En los tribunales no encuentra solución alguna. En realidad nadie
ayuda a nadie en el mundo sin valores, superficial y siniestro en el que le
ha tocado vivir. La piedad de su propia madre, fruto de su vejez, suscita en
el desorientado joven un sentimiento cercano al desprecio. Lo único que lo
mantiene en su lucha es su necesidad imperiosa de justificación. Porque
Josef K parece presentir la existencia de un tribunal supremo al que no
consigue acceder y cuya justicia necesita.
Su visita fortuita a la catedral no le aporta más que desánimo. Aunque
la buena intención del capellán de la cárcel parecía fuera de dudas, K espera
en vano que el religioso le ayude a salir de la encerrona de su proceso o
le ayude a soslayarla.1 Pero su predicación no le aporta ninguna esperanza.
Su extraña parábola del campesino inmovilizado ante una misteriosa puerta
abierta, pone de manifiesto la dificultad que tiene el ser humano de encontrar
por sí solo la salida a sus problemas aunque nada se lo impida realmente:
un centinela parece prohibir la entrada, pero en realidad se eclipsa
ante la puerta, abierta siempre. Si el hombre no intenta entrar, no puede reprochárselo
a nadie. Los obstáculos que le impiden penetrar en el ámbito
misterioso de la ley se deben a su propia imaginación y a sus temores. La
entrada le está destinada. Su deseo de penetrar en aquel fascinante lugar se
acompaña de una indecisión que roza la complacencia. Paradójicamente,
ambos impulsos se refuerzan entre sí. Pero el hombre no se atreve a enfrentarse
con la ley, ni con la luz que brilla más allá de ella.
K desea acabar de una vez con el proceso que tiene pendiente. Pero como
no sabe si el juicio lo va a absolver o a condenar, difiere constantemente su
comparecencia con reticencias y pretextos desprovistos de fundamento, que
lo encierran sin salida en un túnel de confusión y dudas, a la vez falso y
verdadero, real e imaginario. Así pues, la ley es a la vez buscada y rechazada
hasta la muerte, en un desgarro que revela al mismo tiempo la necesidad de
ser justificado y el miedo a ser condenado. Para K su arresto implica la doble
toma de conciencia de ser a la vez culpable y víctima. Abrumado por esta
revelación contradictoria, persuadido al principio de su inocencia, acabará
por aceptar su condena al mismo tiempo que siente cada vez más fuerte el
deseo de ser absuelto. La estructura del relato consiste en la eliminación
progresiva de todas las soluciones que podrían aliviar la atormentada existencia
de K, hasta llegar a la solución de que no tiene escapatoria. La salida
al drama humano está más allá del hombre, velada por un enigma. Su esperanza
estaría en un juicio final, aplazado indefinidamente por ignorar cómo
hacerle frente. ¿Por qué delitos, culpas o pecados va a ser juzgado? El desconcierto
de desconocer exactamente las faltas que se le imputan es parte
de la tortura, ya que K se intuye responsable de acciones y omisiones de las
que no tiene plena conciencia.
Y es que existir en este mundo caído conlleva vivir en medio de un proceso.
El ser humano —como señala Kafka— reconoce que es culpable hasta
en el fondo de su inocencia. Su propia naturaleza está afectada y arrastra
en sí misma la necesidad de asumir la culpa y de recibir la absolución. Para
liberarse de esta angustia bastaría conocer las intenciones del juez supremo.
El reo sabría entonces dónde va y qué camino seguir. En cambio, al
ignorar algo tan importante se pasa la vida huyendo. Juzgado — absuelto o
condenado— quedaría libre de la tortura. Pero como no puede evitar temer
al juicio, intenta escapar con mil artimañas y excusas, sabiendo a la
vez, que sin juicio no hay reposo. Solo queda la angustia y el deseo atormentado
de la gracia.
Todo el mundo ha reconocido en la obsesión de K, el propio drama de
Kafka, su dificultad de asumirse, de absolverse, su necesidad existencial
de justificación. El proceso es la historia trágica, turbia, de la vida convertida
por el propio ser humano en cárcel abierta, de la que no tiene ninguna
posibilidad de escapar por sí mismo. Su indiscutible mérito es relatar con
una clarividencia dolorosa y con una honradez tan lúcida como desesperada,
su propio drama ante los grandes interrogantes de la existencia. Enfermo,
solitario, desarraigado de los suyos y de su tradición, perdido entre los
laberintos de un mundo cruel, su arte radica en haber sabido sacar de sus
problemas personales una parábola viva de la condición humana. Su drama
es el de toda la humanidad.2 Al contar su propio destino, cuenta a la vez
el del enfermo desahuciado, el desterrado de guerra, el inocente perseguido,
el criminal fugitivo, el de todo ser humano en busca a la vez de justicia
y de perdón, expresando a gritos, sin saberlo, su necesidad de gracia.

Oposición discutible
En el contexto bíblico, la relación entre ley y gracia es también una cuestión
compleja que se presenta a primera vista como antagónica, ya que
enfrenta las exigencias divinas para con nosotros y la obra del propio Dios
en favor de nuestra salvación. La cuestión teológica es tradicionalmente
polémica, ya que estas nociones de «ley» y «gracia» no designan lo mismo
para todo el mundo. Por consiguiente, la percepción de esta relación será
distinta para quienes entienden por ley el conjunto de toda la revelación
(en ese caso ley y gracia son compatibles) que para quienes asocian el código
mosaico al legalismo (en ese caso ley y gracia se oponen).
Dejando de lado las controversias sobre el tema en la historia de la iglesia,
nos ceñiremos a la relación entre la ley y la gracia en la Biblia para
volver finalmente a la vida cotidiana. De todos los autores bíblicos, el que
nos habla de modo más directo del conflicto entre ley y gracia es el apóstol
Pablo, que suele contraponer estas dos realidades para resaltar las funciones
diferentes que tienen la ley y la gracia en el plan de la salvación. Como
sabemos, para muchos de sus correligionarios fariseos el centro de gravedad
de la vida religiosa se había desplazado de la comunión con el Dios
libertador a la preocupación por el cumplimiento de la ley. Los escribas
habían elaborado en torno a la ley de Moisés un espeso cerco de disposiciones
suplementarias que intentaban reglamentarlo todo, convirtiendo
las normas divinas, establecidas para nuestro bien, en una pesada carga.
De una ley dada para la felicidad humana, estaban haciendo una finalidad
en sí, capaz de amargar la vida de quienes no entendían su sentido.

En primer lugar, debemos decir que el planteamiento que opone ley y
gracia como si fuesen dos realidades antitéticas, no corresponde a la perspectiva
bíblica. Aunque el Antiguo Testamento parece situarse bajo el signo
de la ley, en realidad, una lectura atenta nos permite descubrir que la ley
forma ya parte de la revelación de la gracia, puesto que su objetivo es la liberación
y la calidad de vida del ser humano. El Salmo 119:29 dice: «Dame
la gracia de tu ley» (BLP; cf. 119: 127), identificando ley y gracia como expresiones
del amor de Dios que quiere, a través de sus preceptos, ayudarnos
a vivir más y mejor, aquí y siempre. La ley, como cuidadoso educador, debía
conducir al ser humano durante los años de su minoría de edad espiritual
hasta la libertad de una alianza renovada (Gál. 3: 24-29).
Si analizamos en detalle el contenido y las funciones de la ley en el marco
de la Biblia, veremos que el centro de esta es la gracia, es decir, la voluntad
divina de salvarnos y los medios puestos en acción para conseguirlo.3
Las Escrituras hablan, sobre todo, de los indicativos de Dios, de lo que ha
hecho, hace y hará en nuestro favor, para salvarnos. Sus no tan numerosos
imperativos —es decir, sus normas y leyes— expresan lo que Dios nos propone,
pero no para llegar al más allá sino para vivir en el «más acá» cotidiano.
Los textos bíblicos dejan bien claro que la salvación es una empresa divina:
«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros,
pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe» (Efe. 2:8-9).
Mediante la fe no «obtenemos» la salvación, sino que manifestamos, al contrario,
que aceptamos la salvación que se nos ofrece sin merecerla. Dios viene a
nuestro encuentro sin antes exigir que nos «portemos bien». Primero nos
acoge y después nos enseña cómo vivir. Esta verdad básica se denomina
teológicamente «justificación por la fe». Como reconoce un gran teólogo católico,
«las obras de la ley mosaica no pueden garantizar la salvación eterna;
los judíos estaban al respecto en un pernicioso error. Tratándose de la
salvación fundamental, todo esfuerzo humano es vano e insensato; el hombre
solo puede recibir».4
Los primeros cristianos, israelitas fieles, aunque habían aceptado la salvación
en Cristo, seguían observando todos los preceptos de la Tora, porque
eso respondía al estilo de vida que entendían que Dios esperaba de
ellos. El conflicto surgió al plantearse la cuestión de la continuidad de ciertos
mandamientos —especialmente relativos a aspectos ceremoniales— y,
con ella, la cuestión de la función de la ley en una teología de la gracia. Así,
la polémica entre los judeocristianos de Jerusalén y los cristianos gentiles
de Antioquía sobre la necesidad de la circuncisión (Hech. 15: 1-35), plan
teaba crudamente una cuestión esencial, que debía ser aclarada para unos
y otros: ¿Cómo se obtiene la salvación, observando la ley o acogiendo
la gracia?
La gran ruptura entre la iglesia y la sinagoga, iniciada con el ministerio
de Jesús, se consumó sobre ese punto a partir de la predicación de Pablo. El
debate entre la ley y la fe no hubiese provocado jamás este cisma si se hubiera
tratado simplemente de escoger entre legalismo y espiritualidad. Pero
no se trataba solo de eso, y ahí aparece el problema. El judaismo ortodoxo
sabía desde siempre que la ley es más que un texto jurídico, y que su contenido
espiritual requiere una interiorización sin la cual corre el riesgo de
convertirse en una parodia grotesca de la voluntad de Dios. Las enseñanzas
de Jesús y Pablo se sitúan, pues, plenamente en armonía con el judaismo
bíblico más auténtico. Sin embargo, el fariseísmo rabínico estaba empezando
a enseñar que la justificación del hombre se encuentra «entre los
cuatro codos del cumplimiento de la Tora» (Talmud, Brajot 8). Ahí se sitúa
el punto de litigio. Para los cristianos la salvación es obra exclusiva del Mesías:
no procede de la observancia de una ley redentora sino de la gracia
del Redentor.

Triple liberación
La Epístola a los Gálatas aparece en medio de este primer debate que
amenazaba con dividir la iglesia (Gál. 2:11-14). Pablo resalta, con poderosa
argumentación teológica, la fuerza liberadora del evangelio de Jesús frente
a la reinante —aunque indeseada— esclavitud de la ley en la que vivían algunos
creyentes (Gál. 4 :1 -2 5 ). En la Epístola a los Romanos, vuelve a abordar
la esencia del evangelio con más serenidad y de modo más matizado.
En ambos escritos Pablo explica que la obra de Cristo aporta una triple liberación:
del pecado, de la ley y de la muerte.
1. El objetivo primero de Cristo es liberar al creyente de la esclavitud del
pecado. Como el ser humano está metido ya en tantos problemas de los
que no puede salir por sí mismo, la solución solo es posible por gracia,
es decir, por la vía de una amnistía, de un perdón global. Ese es el sentido
de la palabra traducida a menudo por «justificación» (dikaiosyne).5 Esa
gracia constituye el centro del evangelio.
2. A esta medida de gracia se añade la liberación de la condenación de la
ley. La ley reprueba el pecado y lo condena, pero no proporciona la fuerza
necesaria para evitarlo. En nuestro estado actual, esta condición de «caída
crónica» suscita en nosotros unas veces desánimo y otras rebelión.6
Cristo nos «libera de la ley» de dos modos: en el sentido de dar salida a
la conciencia de nuestro fracaso, para que no nos dejemos hundir en
ella, y en el sentido de apartarnos de un cumplimiento de la ley como
pretexto de justicia propia, mostrándonos en su gracia la vía de escape
ante estos dos peligros.
3. Finalmente, Cristo nos promete la liberación de la muerte, consecuencia
última del pecado, dándonos acceso a la vida eterna7 gracias a una reinserción
o regeneración definitiva, obra del Espíritu Santo, que opera en
nosotros una obra de santificación, y que culminará en la segunda venida
de Cristo con nuestra glorificación.

Esta triple liberación, esencia del evangelio, se realiza en tres fases:
• En una primera fase, que podríamos llamar histórica, Cristo, el Hijo encarnado
de Dios, asume la naturaleza humana y entrega su vida por la
humanidad caída hasta más allá de los límites de la muerte, abriendo así
misteriosamente la vía de nuestra redención.8 Nuestra salvación queda
marcada definitivamente por el signo de su cruz.
• En una segunda fase, que podríamos llamar personal o existencial, el creyente
hace suyo el triunfo obtenido por Cristo, y experimenta así por fe
un auténtico nuevo nacimiento simbolizado por el bautismo.
• En una última fase, que podríamos llamar espiritual y que dura el resto
de la existencia, el Espíritu Santo produce en nosotros sus frutos de liberación
progresiva del pecado y, como consecuencia, de la ley que nos
condena (Gál. 5: 16-25; c f Fil. 4: 13).
Este proceso de liberación trasciende esta vida. Aquí, nuestra libertad es
siempre precaria y provisional, en espera de la libertad definitiva. A esta
obra de liberación del pecado, se la llama en la Biblia «santificación» (Gál.
2 :1 9 ). Si bien Dios desea ya y ahora liberación y obediencia, promete, sobre
todo, una liberación y una obediencia más plenas en el futuro. La ley
estipula lo que pide hoy, a la vez que anuncia lo que promete para mañana.
Remitiéndonos al poder de la gracia, las propuestas divinas a optar por lo
mejor actúan ya, en realidad, como medios de gracia. Nuestras buenas obras
son los frutos visibles de la acción divina en la dirección de nuestra salvación.
Como dice la pluma inspirada: «Si bien es cierto que las buenas obras
no salvarán ni a una sola alma, sin embargo, es imposible que una sola
alma sea salvada sin buenas obras».9

Ley y gracia pues, como letra y espíritu, fondo y forma, no se oponen ni
excluyen ontológicamente, sino que se complementan, formando orgánicamente
un todo inseparable. Los que oponen ley y gracia olvidan que «la
letra que mata» y «el espíritu que da vida» (2 Cor. 3: 6), se refieren originalmente
a la misma ley. La primera aludiendo a su frialdad jurídica y la segunda
a su dinámica espiritual. Ver la ley en oposición absoluta a la gracia
es teológicamente absurdo, porque ambas vienen de Dios. Este da su ley a
su pueblo liberado para ayudarle a permanecer libre en su camino hacia la
tierra prometida, y llevarlo cada vez más cerca de su ideal. Es una visión
pervertida deducir que la ley nos dificulta la vida o nos impone una nueva
esclavitud. La gracia, lejos de oponerse a la ley, nos enseña a vivir en este
mundo correctamente, para rescatarnos de toda maldad y preparar un pueblo
deseoso de practicar el bien (verTit. 2 :11-14). Como dijo Agustín: «La
ley, pues, fue dada para que la gracia se buscase; la gracia concedida para
que la ley se practicase».10

Transgresión y gracia
Una faceta esencial de la ley divina, que demuestra hasta qué punto está
impregnada de gracia, es que una parte de la misma legislación se anticipa
a nuestras transgresiones. Teniendo en cuenta la fragilidad de nuestra naturaleza
caída, el egoísmo y la cobardía que echan a perder reiteradamente
nuestros buenos propósitos, Dios no se limitó a indicar con unas leyes el
camino de la libertad. Como vimos ya a través del ritual del santuario, anticipo
de la salvación anunciada, nos mostró además cómo superar nuestras
recaídas, y superando las inercias que nos amenazan, volver a levantarnos
a pesar de nuestros fracasos.
El ritual de los sacrificios era un recordatorio constantemente repetido
de que la reconciliación con Dios y el perdón de nuestros pecados son todavía
posibles. Que reparar las faltas no se obtiene negando nuestros errores
o reprimiéndolos en el fondo del subconsciente, ni culpabilizándonos sin
fin intentando compensar nuestras equivocaciones con sacrificios y penitencias,
ni siquiera suicidándonos, aplastados por el peso del remordimiento.
La reparación de nuestros fallos la hace Dios, tras confesar nuestras rebeliones
e insuficiencias, desprendernos del lastre de nuestras caídas, tomar
en serio el poder liberador del Espíritu y aceptar, con el perdón, un futuro
nuevo.

El evangelio no nos promete liberarnos existencialmente de nuestro pasado,
ni hacerlo desaparecer, como si nada hubiese ocurrido. Sino que nos
asegura que incluso el tiempo perdido puede convertirse en tiempo salvado,
cuando Dios se hace cargo de él. Todo lo negativo de nuestra historia
queda en manos de su misericordia y no en el infierno de nuestro subconsciente,
definitivamente fuera de nuestro alcance. Aceptar la gracia es comprender
que necesitamos arrepentimos de nuestros errores, pero sin necesidad
de torturarnos indefinidamente. Eso sería tomar el perdón divino a la
ligera, olvidando el alcance infinito de la gracia. Si Dios nos ha liberado del
peso aplastante del pasado, también puede liberamos de sus consecuencias
espirituales y psicológicas presentes y futuras. Gracias a nuestra nueva
libertad en Cristo, podemos proseguir nuestro camino con fuerzas renovadas,
sabiendo que nuestra vida puede volver a empezar, sobre mejores bases.
El evangelio de la gracia de Dios —es decir, de su amor en acción— se
revela no solo en el hecho de perdonar nuestros errores pasados, sino también
en el de ayudarnos a superarlos. Respetar su ley no es un medio de ganar
la salvación, sino el resultado de aceptarla hasta sus últimas consecuencias.
La ley es parte integrante de la alianza de Dios con su pueblo liberado,
lina alianza basada en la gracia absoluta, y casi absurda, de un Dios que
toma a su cargo un pueblo de esclavos para convertirlo en depositario de su
revelación, de modo que el Salvador se convierta a su vez en el dueño y
Señor de los liberados. Podríamos decir que a través de su ley y de su gracia
Dios divide nuestra historia humana en dos partes y con dos posibles finales:
«Antes de que yo interviniese en tu vida, eras esclavo; ahora, si dejo de
intervenir, seguirás siéndolo. En cambio si me aceptas en tu vida, un día
serás por fin verdaderamente libre».
Así pues, para aceptar la gracia no es necesario abandonar la ley sino nuestro
concepto equivocado de nuestra relación con esta. Su viejo texto podemos
verlo como un código penal o como una carta de manumisión y de esperanza;
como una obligación imposible o como una promesa alentadora;
como una restricción impuesta o como un programa liberador. Lo importante
es la perspectiva, y esta dependerá de si hemos comprendido que quien
nos ha liberado de Egipto, el único capaz de liberamos de las demás esclavitudes,
no exige nada que no dé. Al contrario, dice textualmente: «Separados
de mí nada podéis hacer» (Juan 15: 5). Quien fue capaz de dar su vida por
nosotros, jamás puede querer que nos separemos de él. Habiendo pasado
por la experiencia de la humanidad, sabe hasta qué punto somos vulnerables
a las presiones de nuestros propios instintos, afectos, pasiones y relaciones.

Por eso insiste: «Un día descubrirás la libertad maravillosa que supone respetar
y amar. Lo conseguirás cuando aceptes vivir esa relación profunda que yo
quisiera compartir contigo, como compañero de viaje y amigo».
El evangelio deja patente que Dios tiene más fe en nosotros que nosotros
en él. Por eso, en nombre de su ley — a la vez barrera y camino —, y de
su gracia, que es a la vez don y promesa, Dios, que es a la vez abogado y
juez, padre celoso y novio amante, nos invita a compartir su vida eterna
(Juan 3 :1 6 ). Como se ha dicho: «La ley por sí sola nos habla del perdón de
Dios tal y como es necesario que hable de él; por sí sola proclama la completa
gratuidad de la salvación. Quien no haya pasado por las miserias de
la condenación, no podrá jamás comprender y sentir realmente lo que es la
obra del Salvador, hasta qué punto somos nosotros incapaces de añadir lo
más mínimo a la gracia divina».11

El justo vivirá por la fe
El mensaje del evangelio de Cristo nos enseña que la fe es algo más que
adhesión intelectual, o convicción,12 ya que los demonios «creen» que Dios
existe (Sant. 2: 19) y son el ejemplo perfecto de la «antife». La fe verdadera
comporta además una dimensión afectiva que podríamos traducir por confianza
o fidelidad, y una dimensión espiritual que implica la unión profunda
de una vida con otra.13 La fe de la que hablamos supone, aparte de de estar de
acuerdo con Cristo, una adhesión total a su ser, mezcla de convicción, confianza
y comunión. Podríamos definirla como identificación, compromiso e
incluso obediencia. Se ha comparado la fe a la «convicción» y las obras a la
«militancia»,14 pretendiendo que es posible mantener nuestro compromiso
sin militancia del mismo modo que se pueden hacer buenas obras sin fe. Pero
eso no es lo que la Escritura llama «la fe que actúa por amor». La fe verdadera
conlleva, necesariamente, el deseo de hacer la voluntad divina.
En su exposición de la necesidad de pasar de la esfera de la ley a la de la
fe, Pablo se anticipa al pensamiento de su tiempo, explicando lo que significa
vivir de la fe. Sin duda el más hermoso pasaje del Talmud a este respecto
dice lo siguiente:
(Isa. 3 3 :1 4 -1 6 ).
(Isa. 56: 1).
“El ju s to vivirá p o r la fe ”
(H ab . 2: 4».

Impresionante recorrido, en el que la masa de los preceptos de la ley se
va decantando hasta quedar condensada en los principios básicos de justicia,
bondad y fidelidad, y estos quedan finalmente resumidos en uno solo:
la fe (entuna), es decir, la adhesión a Dios, contenido esencial de la alianza.
Aquí tenemos la ley resumida en el evangelio. En este, todos los mandamientos,
observancias, prescripciones y normas, se resumen e interiorizan
en una sola actitud espiritual, base de toda experiencia religiosa profunda:
el encuentro con Dios y la búsqueda de su voluntad (Rom. 1: 16, 17). En
ese punto de encuentro la ley y el evangelio no pueden por menos que
coincidir. Porque, como dice la pluma inspirada: «Nadie puede presentar
correctamente la ley de Dios sin el evangelio, ni el evangelio sin la ley. La
ley es el evangelio sintetizado, y el evangelio es la ley desarrollada. La ley es
la raíz, el evangelio su fragranté flor y fruto».15
____________________________________________________
1 F. Kafka, El proceso (1925), p. 306.
2 M. Brod ve en El proceso el eterno problema de Job (Franz Kafka, [Idées, NRF], p. 2 8 5 ). Y Paul Claudel ve «la expresión de un
Kafka judío que en el umbral del cristianismo, tropieza y cae, ciego, sin comprender lo que busca», Fígaro littéraire [Fígaro literario]
(18 de octubre de 1971), p. 12.
3 Ver Roberto Badenas, Mas allá de la Ley (Madrid: Editorial Safeliz, 1998), pp. 22 3 -2 3 2 .
4 Otto Kuss, Comentario de Ratisbona al Nuevo Testamento (Barcelona: Herder, 1976), p. 66.
5 Ver Rom. 1 :1 8 , 6 :1 -4 ,1 4 , 20-23, etc.
6 Rom. 7: 2-25; 8 :2 ; Gál 2-4; 4:2 1 -3 1 ; 5 :1 -1 5 ; Rom. 10: 3.
7 Rom. 6: 8 -1 1 ,1 3 .1 Cor 15: 20-22, 55-5 7 .
8 Gál. 5: 1. Que una sola acción de un solo hombre pueda cambiar el destino de la humanidad es una idea profundamente
arraigada en la tradición bíblica. Ver R om. 5 :1 2 -2 1 .
9 Elena G. de White, Mensajes selectos (Boise: Pacific Press, 1971), tomo 1, p. 144.
10 Agustín de Hipona, El espíritu y la letra, 1 9 :3 4 ;c f. Gotdieb Sóhngen, La ley y el Evangelio (Barcelona: Herder, 1966),p p. 109-137.
11 Agénor de Gasparin, Paroles de vérité [Palabras de verdad] (París: Gallica, 1876), p 28.
12 La noción de fe en hebreo es tan rica y compleja que resulta difícil traducirla a nuestras lenguas, André Chouraqui, intentando
devolver a nuestras nociones teológicas, desgastadas por el uso, la resonancia que tenían en tiempos b íblicos, recuerda que
«fe» y «creer» proceden de la raíz emuna (la misma que para «amén»), que significa a la vez «estar de acuerdo», «concordar«,
pero también «comprometerse» y «adherirse» a algo. En consecuencia, traduce fe por adhesión. La Bibte, traduite et présentée
par André Chouraqui [La B iblia, traducida por André Chouraqui] (Desclée de Brouwer, 1986). Se trata de la primera traducción
del Nuevo Testamento hecha p or un judío.
13 En castellano «creer» se ha devaluado tanto que ha llegado a significar «no estar seguro», es decir, casi lo contrario de su sentido
original ( — ¿Lloverá mañana?, —Creo que sí. Es decir, no estoy seguro), mientras que la palabra «amén» (emuna) significa
la adhesión total, sin reservas. En la noción de fe, como en otras, Pablo retiene el sentido hebraico, haciendo la síntesis
entre la cultura griega y la hebrea.
14 Cf. R. Parmentier, Actualisations de la Bible [Actualización de la Biblia] (París: Karthala), pp. 103-104.
15 Elena G. de White. Palabras de vida del gran Maestro (Boise: Pacific Press, 1971), p. 99.

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