Capítulo 10 | Libro Complementario | Cristo, la Ley y los Pactos | Roberto Badenas

Capitulo 10

Cristo,  La ley y los pactos

La noción de pacto ocupa un lugar muy relevante en el pensamiento
bíblico. 1 Se refiere al acuerdo más solemne posible entre dos partes.
Los patriarcas concertaron acuerdos con tribus vecinas y los
reyes de Israel firmaron tratados con otros reyes. Dios, por su parte, selló
una alianza muy especial con el pueblo de Israel. Este pacto se resume en
un doble compromiso: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo».
2 Dios se compromete con el hombre y este con Dios. La naturaleza misma
de las partes confiere a esta alianza un doble carácter, a la vez permanente
(en cuanto a la intención divina), y vulnerable (en cuanto a la fragilidad
humana). Por eso los profetas la comparan con un compromiso matrimonial:
Dios, como un novio enamorado, se compromete con promesas y actos
de amor, con quien desea tomar por esposa.
Desde el pacto con Noé, extensivo a todos los seres vivos, asegurando
que la tierra no sufriría un segundo diluvio (Génesis 6:18; 9:9, 10), la Biblia
registra numerosos pactos entre Dios y los hombres. Quizá el más sorprendente
es el que establece 4 con Abraham, un rico ganadero sin hijos:
«Haré de ti una nación grande y te bendeciré […); y serán benditas en ti
todas las familias de la tierra» (Génesis 12:2, 3; Génesis 15:18; 17:7, 8;
22:18; 26:5). Este pacto es renovado a sus descendientes, Isaac (Génesis
26:1-5), Jacob (Génesis 32:12; 35:12) y David (2 Sam. 7:12; cf. Sal 89:3,
4) en una sucesión de alianzas que reavivan la esperanza en las bendiciones
prometidas. Lo más destacado de este pacto es su carácter incondicional.
Dios promete a la descendencia de Abraham la tierra de Canaán (Génesis
15:1-5), y establece la circuncisión como signo de adhesión a la alianza
(Génesis 17:1-11). Esta alianza no es un simple compromiso entre dos partes
(syntheke), que se anula si una lo rompe: es una donación, un testamento
(diatheke) irreversible, asegurado a todo riesgo, incluso en caso de infracción.
Porque la fidelidad de Dios no fluctúa. El cumplimiento de sus
compromisos no depende del cumplimiento de los nuestros. A pesar de
nuestras infidelidades, Dios sigue fiel. Quien comprende la grandeza de
esta propuesta no encuentra los términos del pacto restrictivos. Su gratitud
le impulsa a vivir a la altura del compromiso adquirido.

El pacto del Sinaí
En el monte Sinaí Dios ratifica a Moisés la alianza hecha con
Abraham y sus descendientes (Gálatas 3:17). Le entrega, como aval del
pacto, dos tablas de piedra grabadas con el Decálogo, que deben ser
guardadas en el Arca de la alianza, convirtiendo así la ley y el pacto en
dos realidades inseparables (Exodo 24:1-8). En ese trono de honor la ley
de Dios acompañará a Israel en su deambular a lo largo de su azarosa
historia, 5 desde la construcción del santuario 6 hasta la misteriosa desaparición
del Arca. 7 El contenido del pacto es siempre el mismo: «Ahora
pues, si en verdad escuchan Mi voz y guardan Mi pacto, serán Mi especial
tesoro entre todos los pueblos» (Exodo 19:5, NBLH). La particularidad
del pacto sinaítico es que Dios revela su voluntad a los suyos de
modo mucho más detallado a través de una serie de instrucciones para la
vida y el culto, que estaban destinadas a prefigurar las bendiciones prometidas.
Sería contradictorio pretender que Dios se revela en el Sinaí para imponer
al pueblo que acababa de liberar una alianza basada en las obras.
Sería decir que lo libera de la esclavitud para imponerle una servidumbre
moral todavía más difícil de llevar. 8 Es cierto que Israel sobrestimó
su capacidad para asumir su parte del pacto. Su respuesta llena de buena
voluntad («Haremos todo lo que el Señor ha ordenado» [Exodo 24:3,
DHH]) revela tanto su excesiva confianza en su propia capacidad como
su ignorancia del alcance del ideal divino. Estas circunstancias le hicieron
caer en la trampa de sobrevalorarse, olvidando su fragilidad y la
imposibilidad de asumir semejante compromiso sin asistencia divina.

Como la naturaleza humana es voluble, la historia de la alianza de Dios
con Israel será una historia de infidelidades, rupturas y abandonos, jalonada
de medidas esporádicas, de parte de los líderes religiosos, encaminadas a
imponer la fidelidad por la fuerza, como si la ley propuesta para regular la
vida dentro de la alianza fuese el medio previsto para alcanzar el favor divino.
El prólogo del Decálogo recuerda que las leyes que siguen se destinan
a un pueblo liberado (Éxodo 20:2), no para ganar su salvación, sino
para mantenerlo libre (Deuteronomio 7:9,12). El pacto se sitúa en el marco
de una gracia inmerecida. La salvación depende de la acción de un Dios
misericordioso, no de las torpes obras humanas. La ley es un guía en medio
de las arenas movedizas de la existencia, 9 pero no es su meta.

¿Pactos incompatibles?
Hay quienes distinguen en la Biblia dos grandes pactos: el antiguo
(identificado con el Antiguo Testamento) y el nuevo (representado por el
Nuevo Testamento). El primero estaría destinado exclusivamente al pueblo
judío y el segundo al resto de la humanidad. Ambos pactos o dispensaciones
tendrían premisas diferentes y exigencias irreconciliables. Uno estaría
basado en la ley y el otro en la gracia. En el primero la salvación se obtendría
por las obras, y en el segundo, por la fe. Pero ¿en qué se basan quienes
atribuyen la antigua dispensación (como ellos la llaman) a Israel y la nueva
a los cristianos? ¿Son tan irreconciliablemente distintos el antiguo y el
nuevo pacto? El argumento más comúnmente invocado para distinguir las
«dispensaciones» de este modo es que los textos de la ley relativos al primer
pacto se dirigen a Israel. Así, la introducción del Decálogo dice: «Yo
soy Jehová tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto» (Exodo 20:2). Como
Dios solo liberó de Egipto a los israelitas, no al resto de la humanidad, alegan,
la ley es únicamente para ellos. De ahí que el sábado les pertenezca en
exclusiva: «Guardarán, pues, el sábado los hijos de Israel, […] a lo largo de
sus generaciones como un pacto perpetuo. Para siempre será una señal entre
mí y los hijos de Israel» (Exodo 31:16, 17).
El problema es que la aparente lógica de esta explicación es desmentida
por los propios textos, ya que la promesa del nuevo pacto también está
dirigida a Israel: «He aquí vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo
pacto con Ja casa de Israel y de Jndá» (ver Jeremías 31:31-34). Es de110
cir, el antiguo pacto y el nuevo no se diferencian por sus destinatarios, ya
que son los mismos. En realidad, no solo la ley (Números 15:16), sino todo
el Antiguo Testamento tiene como primer destinatario a Israel. Por eso la
Biblia no dice en ninguna parte que el sábado estuviera destinado solo a
Israel, sino que enseña explícitamente lo contrario: «Bienaventurado el
hombre (…] que guarda el sábado para no profanarlo […].Y a los hijos de
los extranjeros que sigan a Jehová para servirle, que amen el nombre de
Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el sábado para no profanarlo,
y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte y los recrearé
en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptados
sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los
pueblos» (Isaías 56:2-7).
De modo que abrazar el pacto de Dios no es un privilegio reservado a
Israel más bien es una invitación extendida a todos los mortales. Así lo
entiende Pablo cuando, dirigiéndose a los corintios (griegos), les exhorta a
respetar el Decálogo alegando que «Todas estas cosas les acontecieron
como ejemplo, y están escritas para amonestamos a nosotros, que vivimos
en estos tiempos finales» (1 Corintios 10:11). Para el apóstol el contenido
de la ley no estaba destinado solo a los judíos sino que se aplica a los cristianos
procedentes del mundo pagano, hasta el tiempo del fin.
La Biblia enseña que los preceptos que Dios propone a la humanidad
son los mismos para todos sin discriminación alguna (Romanos 2:14-16),
incluso aquellos como el sábado, la selección de las carnes para el consumo
y la devolución de los diezmos, que muchos consideran típicamente judíos.
Porque el sábado fue instituido en la creación, milenios antes de la existencia
de Israel (Génesis 2:2, 3); la diferencia entre animales comestibles e
inmundos ya fue expuesta a Noé, varios siglos antes del nacimiento de
Moisés (Génesis 7:2); y la práctica del diezmo ya era conocida por
Abraham (Génesis 14:20), cuatrocientos años antes del Exodo. La conclusión
de que las cláusulas 10 del pacto atañen solo al pueblo judío es, pues,
bíblicamente infundada.

Un nuevo pacto anunciado
El profeta Jeremías anuncia la venida del Mesías, y su proyecto de pactar
con su pueblo, por medio suyo, una alianza nueva, definitiva.
«Vienen días —afirma el Señor— en que haré un nuevo pacto con el
pueblo de Israel y con la tribu de Judá. No será un pacto como el que hice
con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los saqué de
Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a pesar de que yo era su esposo —
afirma el Señor—, Este es el pacto que después de aquel tiempo haré
con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi ley en su mente, y
la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no
tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: “¡Conoce
al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande,
me conocerán —afirma el Señor—, Yo les perdonaré su iniquidad, y
nunca más me acordaré de sus pecados» (Jeremías 31:31-34, NVI).
Si analizamos cuidadosamente este pasaje observamos que a pesar de
las diferencias, los contenidos esenciales del nuevo pacto son similares a
los de los pactos anteriores:
1. El autor y los destinatarios son los mismos. Dios anuncia: «Haré un nuevo
pacto con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá» (vers. 31).
2. La cláusula central es la misma promesa de comunión mutua: «Yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo» (vers. 33).
3. La pauta que regula las relaciones humanas dentro del pacto sigue siendo
la ley divina: «Pondré mi ley en su mente». En el nuevo pacto nada
anuncia una nueva ley y menos aún la anulación de la antigua. Las leyes
divinas no solo siguen vigentes, sino que son interiorizadas, escritas en
el corazón (vers. 33).
4. El objetivo último consiste igualmente en llevar el conocimiento de
Dios a todo el mundo y en la redención final del hombre: «Yo les perdonaré
su iniquidad, y nunca más me acordaré más de sus pecados».
Se trata pues menos de un pacto «nuevo» que de un pacto «renovado».
¿Por qué, entonces, se le llama «nuevo»? Hebreos 8:6-13 (citando Jeremías
31:31-34), explica que hacía falta «renovar» el pacto porque había sido
quebrado. A lo largo de la historia, Dios siempre se mantuvo fiel a los términos
del convenio acordado, pero su pueblo no. A pesar de haber disfrutado
de las bendiciones de la alianza, parte de Israel cayó reiteradamente en
la apostasía. Muchos de sus hijos confundieron el pacto con un sistema de
salvación por obras y muchos más sucumbieron ante el paganismo y la
secularización. La Epístola a los Hebreos expone así las diferencias entre
los dos pactos:

Antiguo Pacto y Nuevo Pacto
Sus disposiciones fueron confiadas
temporalmente al sacerdocio levítico,
en la línea hereditaria de Aarón.
Ha sido ratificado por Cristo, sacerdote
para siempre, en la línea sin
precedentes de Melquisedec (Hebreos
7:11-17)

 

Sus ordenanzas rituales fueron
abolidas por ser ineficaces para
reconciliar al hombre con Dios y
transformarlo.
Jesús aporta una vía nueva, directa,
de comunión con Dios, capaz de
cambiar nuestra vida. (7:18-21).
Los garantes eran levitas, seres
mortales que debían ofrecer sacrificios
por sus propios pecados
cada día.
El garante es Cristo, que vivió sin
pecado y vive eternamente, habiéndose
ofrecido a sí mismo como sacrificio
por nosotros de una vez
para siempre (7:22-28).
La liturgia tenía lugar en un santuario
terrestre, provisional, esbozo
y sombra del celestial.
Jesús oficia desde el santuario del
cielo, espiritual y eterno (8:1-6).
El pueblo de Israel quebrantó la
alianza transgrediendo las leyes
divinas.
Dios promete poner sus leyes en el
corazón de sus aliados para siempre
(8:7-13).
Fue sellado con sangre de cameros
y prescribía purificaciones rituales
que simbolizaban la expiación por
los pecados.
Fue sellado con la sangre de Cristo,
cuyo sacrificio expía, purifica y
libera definitivamente del pecado
(9:1-28).
El contenido esencial y su intención son los mismos en ambos casos,
pues Dios no cambia (Sant. 1:17). Lo nuevo son las circunstancias:
1. En la persona del Mesías, Dios mismo viene a pactar con el ser humano.
Su vida solidaria hasta la muerte, sus enseñanzas, su resurrección victoriosa
y su obra continuada por el Espíritu, nos abren una vía de reconciliación
definitiva.
2. El ritual del santuario (Hebreos 9:1) anunciaba ya, con su carácter provisional
(Hebreos 8:13), que la solución definitiva al problema del pecado
vendría de Dios mismo (Hebreos 9:15).
3. Dios ofrece el nuevo pacto a todo ser humano: «Y si vosotros sois de
Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la
promesa» (Gálatas 3:29).
4. La interiorización de la ley forma parte de la renovación deseada (Hebreos
8:10).
La profecía de Jeremías prometía que la nueva alianza sería definitiva.
En eso consiste principalmente su novedad.

Jesús, mediador del nuevo pacto
En ocasión de la última cena Jesús anuncia a sus discípulos su voluntad de
sellar con ellos un nuevo pacto: «Y tomando la copa, y habiendo dado gracias,
les dio, diciendo: “Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre del nuevo pacto
que por muchos es derramada para perdón de los pecados». 11 Aquí se confirma
por primera vez la renovación del pacto prometido con el Israel de la fe representado
por los apóstoles, embrión del nuevo pueblo de Dios, reunidos en el
aposento alto, a la víspera de la crucifixión. Al asociar su sangre con la nueva
alianza, Jesús evoca el ceremonial de la renovación del pacto en el Sinaí, en el
que Moisés actuó de mediador (Exodo 24:1-8).
La nueva alianza fue ratificada con la sangre de Jesús. Cada vez que el creyente
toma parte en la cena del Señor, toma del pan partido (alusión a los sacrificios
cortados y a la ofrenda del cuerpo de Cristo) y participa del vino vertido
(en recuerdo de la sangre derramada) renueva su pacto con Dios. En lugar de
una aspersión extema el arto de beber y comer interioriza el símbolo, porque el
nuevo pacto se dirige al ser interior, a la conciencia (Hebreos 9:14) de quienes se
asocian a Dios para consagrarse a su servicio, como «un reino de sacerdotes» (1
Pedro 2:9, 10). Ahora Cristo, mediador definitivo entre Dios y el hombre (1
Timoteo 2:5), invita a sus discípulos a comprometerse con él y a asumir, como
nuevo Israel, su parte en la alianza, para asegurarse así todas sus bendiciones.
La Epístola a los Hebreos explica que el viejo pacto necesitaba ser renovado
sobre bases mejores. Jesús aporta esas nuevas bases para nuestra relación con
Dios (Isaías 59:20), como estaba anunciado (Isaías 42:6-7). En él se cumplen las
grandes promesas de las profecías (Hebreos 8:6, 7,13). El nuevo pacto consiste
en una relación nueva con Dios, a través de Cristo, en un corazón transformado
por él.

De las sombras a la luz
La Epístola a los Hebreos explica en detalle cómo la ley ceremonial del
antiguo pacto prefiguraba la realidad del nuevo. 12 El ritual del santuario,
«teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas,
nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente
cada año, hacer perfectos a los que se acercan» (Hebreos 10:1). Los sacrificios
ayudaban a buscar el perdón. Sus ordenanzas y ritos, de un modo
simbólico, prefiguraban la realidad porvenir: «Somos santificados mediante
la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebreos
10:10). Los antiguos elementos del culto eran «sombras» orientadas hacia el
Mesías, prefigurando su ministerio (Hebreos 10:8-10). Cristo es la luz que
ilumina y revela el significado de esos símbolos. Su sacerdocio da a la vez
fin y sentido al sacerdocio levítico. Los símbolos quedan superados por la
realidad (Hebreos 7:12). «Queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a
causa de su debilidad e ineficacia —pues la Ley nada perfeccionó— y se
introduce una mejor esperanza, por la cual nos acercamos a Dios» (versículos
18, 19). «Jesús es hecho fiador de un mejor pacto» (versículo 22). «Por
eso puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios,
viviendo siempre para interceder por ellos» (versículo 25).
La ley hace ver la necesidad de ayuda, pero no puede salvar (Gálatas
3:24-26); condena al transgresor, pero no lo puede cambiar, ni liberarlo del
pecado. Cristo salva, transforma y puede damos la liberación definitiva (2
Corintios 3:6-11).

Del tutor al maestro
En su Epístola a los Gálatas, Pablo expone las diferencias entre dos situaciones
en la historia de la salvación, que se reproducen en el proceso de la
conversión. La primera lleva a la segunda, en la que encuentra plenamente su
razón de ser. El paso de una situación a otra presenta cuatro contrastes:
1. Ley y fe (3:1-14): de una religiosidad centrada en las obras (es decir, en el
esfuerzo por cumplir unas normas) el nuevo pacto nos lleva a una vida centrada
en Cristo, en una relación de fe.
2. Ley y promesa (3:15-29): de un estado de tutela, en el que la vivencia moral
depende en gran medida de las presiones y la disciplina de la ley (ese «viejo
ayo»), el nuevo pacto nos invita a pasar a un estado de comunión espiritual
con Cristo (el eterno Maestro).
3. Esclavitud y adopción (4:1-5:12): de una situación de dependencia «esclava»
frente a una ley no asumida, el nuevo pacto nos lleva a la libertad del hijo.
4. Carne y Espíritu (5:13-25): ante la impotencia del esfuerzo humano para
responder a las exigencias divinas, el nuevo pacto pone a nuestro servicio el
poder ilimitado del Espíritu Santo.
En el mundo helenístico, el ayo {paidagogos) era la persona encargada de
la educación de los niños. Solía ser un esclavo que se ocupaba de cuidarlos y
llevarlos a la escuela mientras eran pequeños. Cuando el joven alcanzaba la
mayoría de edad ya no necesitaba la tutela del ayo para esos menesteres. Así,
la ley tiene la misión de formar y proteger al creyente en su caminar hacia el
Maestro definitivo: «La ley ha sido nuestro ayo, para llevamos a Cristo» (Gálatas
3:24, RV60). La ley, como sistema pedagógico divino, acompaña el crecimiento
espiritual del creyente hasta que su relación con Cristo es tal que no
necesita otras ayudas. Se trata de dos fases sucesivas, complementarias, de un
mismo proyecto. La superioridad evidente de la segunda trasciende la primera
sin necesariamente anularla.

De la servidumbre a la libertad
Pablo echa mano de una elaborada alegoría, basada en la historia de los
patriarcas, para ilustrar este cambio de situación «hasta que Cristo tome
forma en vosotros» (Gálatas 4:19):
«Decidme, los que queréis estar bajo la Ley: ¿no habéis oído la Ley?, pues
está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y el otro de la
libre. Pero el de la esclava nació según la carne: pero el de la libre, en virtud
de la promesa. Lo cual es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos:
el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste
es Agar, pues Agar es el monte Sinaí, en Arabia, y corresponde a la Jerusa116
lén actual, ya que ésta, junto con sus hijos, está en esclavitud. Pero la Jerusalén
de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre, pues está escrito:
“¡Regocíjate, estéril, tú que no das a luz; grita de júbilo y clama, tú
que no tienes dolores de pacto!, porque más son los hijos de la abandonada
que los de la que tiene marido”. Así que, hermanos, nosotros, como
Isaac, somos hijos de la promesa. Pero como entonces el que había nacido
según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así también
ahora. Pero ¿qué dice la Escritura?: “Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque
no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre”. De manera,
hermanos, que no somos hijos de la esclava, sino de la libre.
Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estéis
otra vez sujetos al yugo de esclavitud» (Gálatas 4:21—5:1).13
Al cumplirse en nosotros la promesa divina, nos convertimos en herederos
efectivos de Abraham. La Jerusalén celeste es nuestra patria porque en ella
convergen, definitivamente, todos los planes divinos para todas las naciones
(Cf. Isaías 2:2-4; Apocalipsis 21:24-26). La obra de Cristo permite decir a
Pablo que, en cierto sentido, «ahora estamos libres de la Ley, por haber muerto
para aquella a la que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen
nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra» (Romanos 7:6). Cristo
nos ha hecho ministros de un nuevo pacto «no de la letra, sino del espíritu;
porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Corintios 3:6). 14
En esta nueva condición, nuestro guía no es un código escrito sino el Espíritu
Santo en persona, quien asume la función condenatoria de la ley de convencer
de pecado (Juan 16:8) y, a la vez, su función liberadora: «Si sois guiados
por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gálatas 5:18; c f 1 Juan 4:13; Romanos
8:2), puesto que esta ha sido plenamente asumida. La venida del Mesías
inicia una nueva era: «La Ley y los profetas eran hasta 15 Juan» (Lucas 16:16).
Este nuevo hecho ilumina todo lo anterior (Romanos 5:14). La ley y los profetas
no pierden su valor para el cristiano, sino que cobran pleno significado en
la nueva perspectiva que les da la venida de Cristo.
La Epístola a los Gálatas nos enseña que entrar en la nueva alianza consiste
en pasar de una situación centrada en la ley (en nomo, 2:15-19), vivida al margen
de, o en referencia a unas normas, a una situación espiritual inspirada por
Cristo (en Christo, 2:20). Los gálatas habían centrado sus esfuerzos en lo que
debían hacer o evitar para salvarse, en vez de buscar en Dios su salvación y su
transformación interior. Habían caído en la trampa de valorar las normas por
encima de las relaciones, cayendo en el legalismo.

La respuesta de Pablo es clara. La gracia es un motor espiritual de crecimiento
mucho más eficaz. Sin ella la ley nos hace «desgraciados», ya que «los
que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído» (Gálatas 5:4). En la nueva
alianza la ley no es la referencia última del creyente. Nos marca un camino pero
no puede llevamos por él. Al contrario, no cesa de condenar nuestros desvíos y
fracasos. La ley es un itinerario, una dirección, un reglamento de mínimos. Solo
Cristo, a la vez camino y meta (Romanos 10:4), es capaz de llevamos hasta el
ideal. Entre los mínimos de la ley y el ideal divino hay un espacio sin límites
para el progreso espiritual.

¿Requerimientos distintos?
Se ha afirmado que el nuevo y el antiguo pacto se diferencian en que los
requerimientos de Dios hacia nosotros han cambiado. El antiguo exigía de
Israel la observancia de todos los mandamientos, mientras que el nuevo solo
tiene un mandamiento, el amor: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis
unos a otros; como yo os he amado» (Juan 13:34). ¿Es eso así? ¿En qué es
realmente nuevo este mandamiento? ¿No pedía ya el amor la ley de Moisés,
incluso para los enemigos? 16 Está claro que ni el mandamiento es nuevo ni
supone en modo alguno la anulación de la ley. La novedad no consiste en el
deber de amar, esencia de la ley, sino en cómo amar. Hasta entonces la medida
del amor había sido el hombre («como a ti mismo»), Ahora la medida del
amor es amar sin medida («como yo os he amado»), de todo corazón, con
entrega total. Jesús tenía razón. Su mandamiento era nuevo porque nadie había
amado como él.
Así pues, nada permite afirmar que la ley divina haya sido invalidada o sustituida
por otras prescripciones en el nuevo pacto. Por una parte, no sería justo
que Dios tuviese exigencias morales distintas para un pueblo respecto de los
demás, por eso no lo hace (Romanos 2:11-16). Por otra, Jesús no solo afirmó
categóricamente la inmutabilidad de la ley (Mateo 5:17-19), que respetó y
observó sin que nadie pudiera reprocharle nunca el menor desacato, 17 sino
que dijo que sus discípulos se reconocerían por el respeto de sus mandamientos:
«Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15); «El que
tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama» (Juan 14:21); «Si
guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor; así yo he guardado los
mandamientos de mi padre y permanezco en su amor» (Juan 15:10).

Es difícil defender la posición de quienes pretenden que los mandamientos
de Jesús no son exactamente los mismos propuestos por Dios en el Antiguo
Testamento si se toman en serio sus declaraciones sobre su perfecta identidad
con el Padre: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:3; cf. 14:10). Por tanto,
resulta imposible mostrar sobre bases bíblicas que el nuevo pacto anula la ley
divina, ya que su intención es grabarla en los corazones (Jeremías 31:34).
Veamos un ejemplo para comprender este cambio de perspectiva: la devolución
del diezmo a Dios. Si el agradecimiento por lo recibido es algo natural,
quien se alia con Dios bajo la nueva alianza es feliz al colaborar, libre y generosamente,
con su acción en el mundo. Compartir es una cuestión de amor.
Porque se puede dar sin amar, pero no se puede amar sin dar. Por eso la generosidad
del que ha aceptado el nuevo pacto no puede limitarse a un porcentaje,
sino que desborda los límites de las pautas propuestas. Quien quiere compartir
no necesita que le exijan nada. Es feliz cuando hace todo lo que puede. Por eso
la nueva alianza no puede hacemos menos generosos o más egoístas. En ella
Dios no espera un compromiso o un amor menor, sino mayor. Se trata simplemente
de poner nuestro dinero donde está nuestro interés en vez de seguir
poniendo nuestro interés donde está nuestro dinero: «Porque donde esté tu
tesoro, allí estará también tu corazón» (Mateo 6:21, NVI).

La alianza del corazón
Así pues, la nueva alianza incluye una nueva manera de entender la vida
espiritual. No como un deber legal sino como una conversión del corazón
(Jeremías 31:31-34), centro vital de la persona, sede de la voluntad, y por
consiguiente, de lo auténtico y lo profundo, en oposición a lo superficial y lo
periférico. En el corazón uno sabe si acepta al otro, si ama o no ama. Después
de un extravío, no hacen falta grandes explicaciones, basta un simple
latido para saber si el corazón acoge y perdona. Jeremías sabe que lo mismo
sucede con Dios. Por eso anuncia una nueva alianza, una nueva petición de
mano, un compromiso definitivo (Hebreos 13:20 y 21).
El encuentro con Dios tiene lugar en lo más íntimo del ser. Dios nos cita
en el corazón. Es ahí donde quiere grabar de nuevo su alianza (Jeremías
31:33). En tablas vivas, sensibles, como un tatuaje, como la impresión imborrable
de un gran amor. 18 ¿Cómo expresar mejor el carácter íntimo de la
10. Cristo, la ley y los pactos »119
relación deseada? Y es que Dios no quiere imponer sus deseos. El amor nunca
ha entendido y jamás entenderá de mandatos e imposiciones. 19 El amor
verdadero «todo lo espera» y «nunca deja de ser» (1 Corintios 13:7-8).

______________________________________________________________

1 El término hebreo para pacto es berith, usado 267 veces en el Antiguo Testamento, y el término griego es diatheke, usado
33 veces en el Nuevo Testamento.
2 Jeremías 7:23; cf. Éxodo 6:7; Levítico 26:12; Jeremías 11:3,4; 30:22; 32:38; 2 Corintios 6:16; Hebreos 8:10; Apocalipsis
21:3.
3 «Ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos» (Jeremías 31; 32) cf. Jeremías 2:2; Oseas 2:14, 19, 20.
4 En hebreo los pactos se «ejecutan» o cortan (ver Génesis 15), indicando así su intención de establecer algo de modo
irreversible y definitivo.
5 Éxodo 24:12; 32; 15-16; 34:1:28-29; Deuteronomio 9:9-10:1-11.
6 El arca, construida por Bezaleel (Éxodo 35:30-35; 37:1-2) con madera de acacia forrada de planchas de oro, fue el objeto
ritual más sagrado del antiguo Israel. Guardada sucesivamente en el lugar santísimo del santuario y en el del templo de
Jerusalén, el arca recibió simultáneamente los nombres de «arca del testimonioA (Éxodo 25:22) y «arca de la alianza»
(Números 10:33). La tradición rabínica supone que el arca fue escondida por Jeremías justo antes de la destrucción del
primer Templo (Yoma 53b- 54a). Lo que se sabe con certeza es que nadie llegó a encontrarla en el segundo Templo (Yoma
5.2). Hoy todas las sinagogas poseen una lejana réplica del arca para guardar los rollos de la Tora (Diccionario enciclopédico
del judaismo, pp. 47,48).
7 Ver B. Renaud, La théophanie du Sinai: Éxodo 19-24, (La teofanía del Sinaí: Éxodo 19-24) (París: Gabalda, 1991), p. 127.
8 E. Heppenstall, «The Law and the Covenant at Sinai», Andrews University Seminary Studies (2, 1964), p. 20.
9 El recurso a la metáfora del camino para hablar de «andar en la ley» es muy corriente en el Antiguo Testamento. Ver
Salmo 23:3; 119:35, 172; Isaías 48:18; 57:20-21.
10 Las «palabras del pacto» (Éxodo 34:28) incluyen el Decálogo (Deuteronomio 9:9; Hebreos 9:9), esencia de la ley.
11 Mateo 26:27,28; Lucas 22:20; cf. 1 Corintios 11:25; cf. 2 Corintios 3:6; Hebreos 8:8, 13; 9:15; 12:24.
12 «Si antes los sacrificios eran el símbolo del perdón de los pecados «¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el
Espíritu eterno se ofreció a si mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al
Dios vivo? Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones
que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna» (Hebreos 9:14-15). Ver
también Hebreos 7 y 8.
13 Para una explicación de esta alegoría ver Edouard Cothenet, La Carta a los Gálatas, Cuadernos Evangelio n° 34, (Estella:
Editorial Verbo Divino, 1981), pp. 50-51.
14 Lo mismo sucede con el rito de la circuncisión: en el nuevo pacto, «la circuncisión es del corazón, en espíritu y no según
la letra» (Romanos 2:29). Del mismo modo que la circuncisión eliminaba del cuerpo lo que no era necesario (el prepucio) y
era una señal de pertenencia a Dios, la circuncisión del corazón elimina lo que obstaculiza la vida espiritual, «acomodando
lo espiritual a lo espiritual […]. Las cosas que son del Espíritu de Dios […] se han de discernir espiritualmente» (1 Corintios
2:13, 14).
15 En griego, la preposición mejri, que nosotros traducimos por «hasta», indica el alcance, no necesariamente el final. Decir
que ciertos escritos han llegado «hasta» nosotros no significa que hayan dejado de existir.
16 Ver, por ejemplo, Éxodo 23:4; Levítico 19:17-18; 2 Reyes 6:22.
17 Sus propios enemigos, sacerdotes y escribas, que lo observaban minuciosamente en todos sus actos, no tuvieron más
remedio que reconocer públicamente su rectitud: «Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces
acepción de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad» (Lucas 2 0 :21).
18 La ley en el corazón para Jeremías (Jeremías 31:33) ¿no será algo parecido a Jesús en el corazón, para Pablo (Gálatas
2 :22 ) ?
19 Michel Quoist, Dios solo tiene deseos (Salamanca: Sígueme, 1997).

Libro complementario
Radio Adventista
0 comments… add one

Leave a Comment

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.